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Editorial

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El golf, una pasión por accidente

Fernando de Buen

Nota: Escribí este artículo en octubre de 2000, para El Heraldo
de México, pero se mantiene entre mis favoritos y quiero
compartirlo con ustedes. No hay cambios y, salvo algunas
correcciones de estilo, dejo el texto tal y como fue escrito
originalmente. Valga la reminiscencia.
El golf es un deporte sui generis. En algunos casos, esta afición es heredada de nuestros padres y, en otros, se deriva del consejo de amigos o de alguna pasajera invitación a jugar 18 hoyos, cuando nunca hemos tocado un palo. Pero invariablemente, quien decide empezar en la práctica de este juego, está condenado, casi de por vida, a no abandonarlo nunca.

Cuando mi padre comenzó en el golf, no recuerdo si a finales de los años sesenta o principios de los setenta, en el Club de Golf La Hacienda, su primera intención fue la de inculcarnos el juego a sus siete hijos, o al menos, a los cuatro varones que formamos la parte inicial de esta abundante prole. Con excepción de mi hermano Jorge, quien gustoso acompañó por varios años a papá Néstor en sus encuentros de cada fin de semana, los demás no logramos hallar en tan extraño deporte, motivación alguna y el paternal intento se esfumó con los años. Para mis otros hermanos y yo, las cascaritas o tochitos callejeros eran mucho más satisfactorios, que el caminar entre una y poco más de dos canchas de fútbol, cada vez que queríamos pegarle a la pelotita.

Aún recuerdo las clases del profe Candelario Moreno, en la práctica de dicho campo, o una muy especial —que nunca olvidaré— y que me fue impartida en exclusividad, nada menos que por el inolvidable comentarista don Fernando Marcos, apasionado golfista, quien, por azares del destino, se encontraba junto a mí en dichos terrenos e interrumpió su propio entrenamiento para dedicarme algunos minutos de su enorme sapiencia. La emoción de haber sido discípulo momentáneo de tan importante personaje, cuando solo contaba yo con siete u ocho años de vida, se me quedó grabada para siempre. Un abrazo fuerte, don Fer, que estoy seguro de que, por aquellos lares, sigue leyendo todas las secciones deportivas.

Tuvieron que pasar muchos abriles para que un accidente de la juventud provocara mi verdadero inicio en este deporte. Sucede que un buen día —supongo que por 1980— estaba yo saliendo de casa de mi buen amigo Alberto Holman (QEPD), cerca de las 7 de la mañana, tras una de esas pachangas de no pocos efluvios etílicos y con consecuencias de muy posibles agravios paternales. Precisamente cuando estaba yo por terminar de andar la media cuadra que me separaba del hogar, justo frente a la entrada, me encontré de frente con la imponente figura de mi padre, quien en ese momento abría la puerta para irse a jugar a Vallescondido, club al que adoptó desde antes de su fundación, en 1974. Mi impresión fue tal, que hasta las emanaciones de Baco desaparecieron de inmediato. La pregunta fue inmediata: «¿Qué haces levantado a estas horas?», preguntó mi progenitor, a sabiendas que mis costumbres diferían mucho del ánimo madrugador. «Nada pa, lo que pasa es que me levanté muy temprano para acompañarte al club», fue lo único que atiné a balbucear, ante el asombro inesperado. Estoy seguro de que mi papá no me creyó en absoluto, pero accedió a llevarme, pensando —a modo de original castigo— en las fatales consecuencias que tendría para mí, el caminar durante dieciocho hoyos, sin dormir un minuto y con una posible cruda galopante.

La ronda transcurrió sin pena ni gloria y no recuerdo siquiera si fui víctima de las esperadas consecuencias de la mencionada parranda, pero al llegar al hoyo 14, a unas 150 yardas del green y de subida, le pedí a mi padre que me dejara pegarle a una bola, a lo cual accedió, recomendándome utilizar un hierro 7. Así que puse la bola y tras un par de swings de práctica, la golpeé y esta dócilmente voló para llegar de aire a unos metros de la bandera. La verdad, no tengo la menor idea de cómo llegué a golpearla de esa forma, pero ese tiro marcó definitivamente mi estreno en la práctica permanente del golf.

La afición fue creciendo de tal forma, que primero provocó mi renuncia al equipo Peñarol de la Liga Española de Fútbol y poco después el abandono del boliche, como el deporte que había atraído mi atención por los últimos seis o siete años, con algunas participaciones en eventos nacionales.

Así fue el golf devorando muchas cosas que se encontraban en el camino. Primero el aprendizaje del deporte, la pasión por mejorar y competir, y después las reglas de golf —afición que me ha acompañado por poco más de una década— y gracias a la cual, de alguna forma, he podido participar en actividades importantes en los ámbitos nacional, regional y de mi propio club, así como un par de periplos internacionales para dar cursos y conferencias.

Hoy, tras cerca de dos décadas de haberme iniciado en este deporte, no concibo el resto de mi vida alejado de él. Ahora, por su culpa, los medios de comunicación se han metido en mi camino en forma incidental, pero me han provocado una pasión similar a la del propio juego.

Hoy intento con mis hijos, lo que mi padre intentó con nosotros; su afición apenas comienza, pero aún se encuentra lejos de la importancia que reviste el básquetbol para el mayor y el tae–kwan–do para el pequeño.

Ya habrá tiempo, dentro de algunos años, de encontrar a alguno de los dos, regresando de una fiesta, cerca de las 7 de la mañana, en estado poco conveniente y ante mi mirada fulgurante, solo pueda decirme que se levantó temprano para ir al golf conmigo. Ese día, al llegar al 14 de Vallescondido, le pediré que le pegue a una bola a 150 yardas del green, con el hierro 7 y desearé como nunca, que la golpee como lo hice yo en aquella ocasión, hace ya muchos años.

fdebuen@par7.mx