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¿Pasaporte a la felicidad?

Un pasaporte covid en un mundo con acceso tan desigual crearía ciudadanos de primera y de segunda.

Ya es un hecho: la posibilidad de certificar a aquellas personas que han sido vacunadas contra el covid-19 y convertir dicha certificación en una garantía de acceso está sobre la mesa a nivel internacional. Israel, el país que ha adelantado uno de los procesos de vacunación más rápidos en el mundo, ha decidido no esperar a que se presente la inmunidad de rebaño, sino más bien permitirles a las personas vacunadas que regresen a lugares públicos asegurándoles ingreso con una certificación de vacunación expedida por el Gobierno y que se puede obtener a través de una aplicación.
Estados Unidos está estudiando la posibilidad de recorrer el mismo camino, y la Unión Europea tiene planes, según reporta The Economist, de implementar un digital green pass. Adicionalmente, varias aerolíneas internacionales han empezado a desarrollar planes piloto de uso de un travel pass para pasajeros internacionales. La cosa no es nueva: los viajeros del trópico contamos con nuestro certificado de vacuna contra la fiebre amarilla, requisito indispensable para que nuestra entrada a varios países sea autorizada.
El pasaporte covid suena, en principio, como una buena alternativa para combatir la pandemia. Puede generar un incentivo importante para que la gente decida vacunarse: si el acceso a lugares públicos y la posibilidad de viajar solo están disponibles para quienes se hayan vacunado, sería posible que más gente se vacunara. Mientras más vacunados, más posibilidad de generar inmunidad de rebaño y combatir eficazmente el mortal virus.

El problema de la vacunación en países como Colombia es de accesibilidad y no
de autonomía.

Pero la utilidad de la medida también ha sido duramente cuestionada. Para empezar, todavía no es claro médicamente que las vacunas corten los circuitos de transmisión de la enfermedad. Además, hay preocupación sobre la forma como los gobiernos puedan usar los datos en el caso de que la certificación sea emitida a través de una aplicación, y el mecanismo puede ser objeto de ‘hackeo’ y falsificación. Hasta que el proceso de emisión del certificado no esté garantizado el pasaporte no será una herramienta útil contra el contagio.
Pero creo que lo más interesante es el debate entre libertad individual y seguridad pública que plantea la medida. La novedad de la vacuna, sumada a la todavía existente ambigüedad sobre sus efectos secundarios (ver caso AstraZeneca), ha hecho que muchas personas tomen la decisión de no vacunarse. No vacunarse es una opción disponible para todos, gracias al derecho que tenemos a decidir sobre nuestro propio cuerpo. El problema se presenta cuando el ejercicio de este derecho riñe abiertamente con el derecho a la salud del resto de la colectividad. Si no vacunarse detiene el proceso de control del virus, eso podría significar muertes adicionales.
En ese escenario, el pasaporte es una medida que privilegia la salud colectiva por encima de la libertad individual. El problema de la vacunación en países como Colombia es de accesibilidad y no de autonomía. Un pasaporte covid en un mundo con acceso tan desigual crearía ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. La aparición de una nueva línea divisoria entre vacunados y no vacunados que, además, corre paralela a la línea que divide el norte del sur global y a la que nos divide también por raza y por género es lo último que necesitamos en un mundo lleno de tensiones irresolubles.
Colombia, por causa de una peligrosa mezcla de ineptitud gubernamental y subdesarrollo, se ha quedado atrás en las vacunaciones y sufrirá un ostracismo aún mayor que el que ya padece y más dificultades para reactivar su economía si un pasaporte así se vuelve de uso regular. Pero mantenemos un silencio entre cómplice y mojigato en este debate global. Como siempre, esperaremos a que la medida sea una realidad, y justo en ese momento decidiremos cómo lidiar con el problema a punta improvisación.
Sandra Borda G.
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